Wednesday 3 June 2009

Las mujeres milenarias de Cogul (Castellano)

El viaje en taxi hacia el enclave neolítico le dio la oportunidad de observar un paisaje seco y lleno de cepas enterradas en una tierra tan amarilla como el sol; parecía estar apretándolas contra sus raíces. El taxista expresaba su orgullo leridano elogiando la joya milenaria pintada en la piedra. La amena conversación, acortó el recorrido a “La roca dels Moros”, lugar donde se ubicaban las pinturas. A medida que el vehículo la acercaba al misterioso lugar, Ana sentía como la adrenalina aumentaba sus palpitaciones. Por fin podría ver en vivo la enigmática y ancestral composición que había admirado en reproducciones.

La acreditada pintura prehistórica fue descubierta a principios del siglo XX y se compone de cuarenta y cinco figuras. Diecinueve de ellas son animales posicionados en semicírculo y rodeando a nueve mujeres vestidas con una falda y con el pecho al aire. Todas ellas están de pie a ambos lados de un varón desnudo y claramente en celo, quizás representando un ritual relativo a la fecundación. En la copia en carboncillo hecha por Almagro, un conocido arqueólogo, se puede apreciar la escena en detalle, puesto que poco queda del original pintado en rojo y negro hace más de siete mil años.

El Sr. Alfóns le dio la bienvenida saliendo de su cabina, construida debajo de un hermoso árbol. El hombre cuida escrupulosamente del lugar declarado Patrimonio de la humanidad por UNESCO. Las imágenes parecían haber sido tragadas por la roca que les hace de lienzo, pero afortunadamente el guardián del enclave recordaba meticulosamente el emplazamiento de todas y cada una de las imágenes. Ayudado de un bastoncito, iba señalando con minuciosidad el lugar de todos y cada uno de los personajes escondidos en el muro. El tiempo y la falta de información de los aldeanos quienes a menudo frotaban las pinturas después de haberlas humedecido, habían casi borrado las representaciones pictóricas y poco a poco habían ido desapareciendo. Una poderosa orquesta de grillos sonaba atestiguando el calor extremo que hacía y sonando de música de fondo a las palabras del funcionario. La sequedad causada por el sol del verano aniquilaba cualquier posibilidad de ver las ancestrales iconografías en la árida superficie.
Era ese mismo sol de agosto el que amenazaba el largo recorrido de regreso al centro del pueblo y por ello el fiel guardián de las mujeres de Cogul se ofreció caballerosamente a llevarla en su vehículo. El próximo autobús a la estación del ferrocarril no salía hasta dentro de más de tres horas. Desde la empinada calle principal podían verse los destellos del agua de las piscinas municipales inauguradas hacia poco tiempo y allí la dejo el amable funcionario. Cruzado el umbral, Ana vio a una señora sentada en la entrada pelando patatas; la mujer la saludó con una sonrisa andaluza y pausada y entonces ella le preguntó si hacían comidas. Poco había para cocinar aparte del almuerzo para los que regentaban el local, dijo la mujer, pero una ensalada se podía improvisar. Varias mesas y sillas de plástico
blanco colocadas bajo las enormes encinas contrastaban con el verde de los árboles, mientras la tierra húmeda olía a césped bien cuidado y limpio. En un pueblo de poco más de cincuenta vecinos cualquier visitante se convierte en celebridad, especialmente si viene para admirar a sus mujeres pintadas. La andaluza le sugirió que disfrutara de un baño antes de comer, puesto que tardaría un poco la ensalada. Media docena de mujeres tomaban el sol placidamente sobre el césped que bordeaba la piscina. Ana se tumbó entre ellas y como era de esperar la curiosidad inició una conversación. Le sorprendió lo bellas que eran; la gran mayoría andaría entre los cuarenta y cincuenta años pero el tiempo había hecho poca mella en las féminas
cogulenses. Le contaron las intrigas y querellas locales y se hicieron responsables del deterioro de su patrimonio pictórico admitiendo que durante años y mientras las imágenes carecían de protección, las habían frotado con una escoba después de empaparlas con agua para hacerlas resaltar. Nadie era entonces consciente del daño que se les estaba causando.
Sentada entre las locuaces mujeres, en pocos minutos se sintió parte del agradable escenario. Iba a lanzarse al agua cuando oyó los gritos inocentes de una alegre chiquilla. El retoño corría afanosamente hacía el borde de la piscina seguido por su joven y viril padre de pelo en pecho, quien andaba apresurado detrás de ella. Un pequeño bañador acentuaba el culito redondo y rollizo de la graciosa criatura, heredado sin duda de su progenitor. El hombre entró en la piscina mientras la agraciada niña constantemente le daba instrucciones para que la recibiera en sus vuelos al agua. La suavidad de la segunda vocal le daba al idioma catalán un tono tan suave como
amoroso. La conversación consistía mayoritariamente de monosílabos y en ella se acreditaba un total acatamiento por parte del genitor. El hombre recibía a su retoño con precisión y talante y la niña se lanzaba incansable entre gritos de alegría y excitación.

La escena le recordó el enigmático ritual de las pinturas y por un instante le pareció estar contemplando una escena protocolar derivada de los frescos que guardaba el Sr. Alfons. Se zambullo e hizo varios largos y en los recorridos podía observar con precisión las embestidas de la niña contra el pecho de su padre. Con el fin de controlar, sin posibilidad de fallo, todos y cada uno de los lanzamientos de su hija, el hombre se posiciono de forma que en más de una ocasión el impacto de las pequeñas rodillas y pies debían de amoratarle la piel del torso. Si le dolía, no parecía percatarse. Aparte del devoto padre no había nadie más en el agua. Ana trató de imaginar esa misma escena reflejando el fuerte instinto de protección del leridano, siete milenios antes. ¿Existía entonces el amor paternal, o era acaso solamente instinto? ¿Cuántos hijos concibió el hombre del pene erecto de las pinturas? ¿Cuál era su relación con ellos? Su imaginación nadaba libremente bajo el agua trazando nuevos dibujos en la roca, cuando la llamaron a comer. Salió de la piscina bajo la mirada curiosa de las mujeres que a unisón le señalaron los vestuarios. Las dependencias carecían de puertas, aún y que las duchas, las piletas y todo lo demás funcionaban a la perfección. Sabido es que los presupuestos municipales a menudo terminan antes que las obras. La falta de privacidad que ofrecía el recinto carecía de importancia teniendo en cuenta que el único hombre del lugar era el devoto padre sumergido en la piscina y reducido a las demandas de su pimpollo. El agua fresca y limpia de la ducha la dejo libre de cloro; relajada y hambrienta se dirigió a la mesa donde la suculenta ensalada la estaba esperando.

A distancia y bajo la sombra de la encina, la idílica escena entre padre e hija parecía incluso más entrañable.

“Va pare, va, una altra vegada, més, més!”

“Reina, que estic cansat. Ara prou, ara prou”

“No, no. Més, més. Una altra vegada, una altra vegada i prou, eh? Va, vinga,

vinga!!”

Ana le sonrió a la matrona andaluza mientras esta vaciaba una Voll-Damm en un clásico vaso de cristal cubierto de hielo.

“Es mi nieta, dijo la mujer con una sonrisa de oreja a oreja”
“Su pobre hijo estará exhausto. La niña es incansable!” –le respondió Ana–
“No es mi hijo, es mi yerno. Desde que empezó las vacaciones viene todas las mañanas con la niña antes de comer. Con su mujer no han podido coger los mismos días, ella trabaja en Lérida, viene en el autobús que estás esperando tú”

Devorando la ensalada y acomodada en la silla, sorbía la cerveza mientras la llenaba una sensación de relajamiento y comodidad. Echo mano a su mochilla buscando la novela de Kureishi que había empezado a leer en el tren desde Barcelona. “El Buda de los Suburbios” describía cómicamente un Londres asiático inundado de sagas familiares y conflictos sociales. Pidió un café mientras observaba al yerno y a la nieta de la hospitalaria andaluza dirigiéndose a los vestuarios y al poco rato dejando el recinto. De nuevo en el lugar escaseaba la presencia masculina y fue justo entonces cuando el último personaje retratado en la roca hizo su entrada. Debió de ser la cara pasmada de Ana lo que imbuyo a la camarera -de pie delante de ella y sosteniendo una taza de café- a explicar que el muchacho trabajaba de salvavidas para la piscina. Poco tenía el varón a envidiar a las esculturas griegas de antaño. Quiso la providencia que se sentara en el ángulo perfecto donde podía observarle mientras bebía el amargo café. El muchacho leía con afán; probablemente las notas de algún importante examen. Se había sentado bajo otra encina colocada estratégicamente detrás de la piscina y desde donde divisaba y controlaba el desenlace de las bañistas con toda comodidad.
Hacía rato que había terminado el café, entretanto Karim Amir, el protagonista de su lectura, la había trasladado a la capital británica. Los relatos de Kureishi le hicieron olvidar momentáneamente la presencia del hermoso mancebo, único representante del genero varonil en el lugar. Ana dirigía su atención al interior del chiringuito para solicitar la cuenta, cuando una sombra envolvió el blanco de su mesa. Volteó la cabeza y allí estaba el salvavidas; recio y bronceado, fuerte y joven y con una sonrisa inexorablemente seductora. Se lo quedo mirando inquisitivamente y por un momento quiso creerse que de las nueve mujeres la había elegido a ella.

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